Municipio o ayuntamiento
Municipio o ayuntamiento
Por Esteban Garaiz
Publicado originalmente el 23 de febrero de 2016 en Milenio Jalisco.
Adiós fraterno a Vicente Pérez Carabias.
Desde la etimología, lo sepan o no los profesionales de las leyes, no es lo mismo un organismo desde abajo que un organismo desde arriba.
Municipium se deriva de muni-cápere, o sea: «recaudar dinero». Ayuntamiento, en cambio, es el ajuntamiento de familias que se organizan para vivir en comunidad, dándose sus propias normas de convivencia.
Ya sabemos que en los tiempos previos a la conquista violenta de estas tierras mesoamericanas por los castellanos, las comunidades agrícolas sedentarias estuvieron organizadas en algo parecido al ajuntamiento castellano, que en las zonas de idioma náhuatl fue conocido como calpulli.
Pero es de esperarse que nadie se muestre en desacuerdo si afirmamos que en lo esencial, las formas institucionales de hoy en la República mexicana derivan de las castellanas, e indirectamente del derecho romano.
Por eso, resulta inevitable hacer referencia a la formación del primer ayuntamiento establecido en 1519 en este territorio americano.
Cuenta el tapatío don Luis Pérez Verdía en su Compendio de la historia de México: «Tan luego llegó Cortés a Veracruz, dos pensamientos absorbieron toda su atención; para no aparecer como rebelde, quiso legalizar su autoridad desprendiéndola de la de Velázquez (el gobernador de Cuba) y para poder llevar a cabo la conquista, trató de asegurarse de la fidelidad y resolución de sus soldados».
Sigue contando: «Para conseguir el primer objeto y aparentando ceder a las instancias de sus adictos , acordó establecer una colonia con el nombre de Villa Rica de la Veracruz, que había ya dado a la tierra y en la que al punto se instaló un Ayuntamiento clavando la picota y la horca. Inmediatamente el Ayuntamiento declaró caducos los poderes e instrucciones de Velázquez, depuestas sus facultades y atendiendo al buen servicio del Rey, y a los méritos de Cortés, lo nombró Capitán de la Armada y Justicia Mayor, con lo que quedó satisfecho y en aptitud para llevar la empresa por su propia cuenta».
Cualquier semejanza con la realidad actual es pura coincidencia. Por favor: no se considere como ningún precedente. El uso torcido de instituciones ciudadanas de origen popular no es nada nuevo bajo el sol. Tampoco su represión.
En efecto, ante el creciente, arrollador poder casi absoluto de los reyes en la Península, el único contrapeso real de carácter popular, democrático diríamos ahora, fue el del autogobierno de los ayuntamientos.
Escasos siete años antes de la fundación del de Veracruz, el reino vascón de Navarra había caído ante la invasión de Fernando el Católico, el abuelo del emperador Carlos. En ese episodio le quebraron la pierna al capitán Íñigo de Loyola, que después capitaneó la Compañía de Jesús.
Los ayuntamientos resistieron con toda su fuerza al poder real. Los comuneros de Castilla significaron la gran resistencia del poder popular local frente al absolutismo. Mientras Hernán Cortés y sus tropas y aliados enemigos de los mexicas avanzaban sobre Tenochtitlan, en Toledo y otras ciudades se rebelaban contra el monarca español en vías de ser emperador de Alemania y soberano de Flandes y Borgoña.
Encabezados por Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado, reclaman la igualdad en el pago de tributos para plebeyos y señores; perdieron la guerra y la vida.
Los jesuitas por su lado, hicieron suyas las doctrinas del vascongado Francisco de Vitoria, paisano de Loyola, de la soberanía del pueblo, la autodeterminación de los pueblos y en contra del derecho de conquista. Las difundieron en el Viejo y Nuevo Mundo. Hasta que en 1767 fueron expulsados de todos los reinos de España y sus dominios.
De todos es conocido el edicto del virrey Francisco de Croix: “De una vez para lo venidero deben saber los vasallos del Gran Monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno”.
Quedan todavía muchos herederos del virrey en esta república democrática, imbuida de los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Si hacemos nuestra e interiorizamos la doctrina vitoriana de la soberanía de los gobernados, y desechamos el despotismo virreinal que nos invade (incluida la versión “amable” y moderna del llamado gobierno abierto, propuesto por Obama y acogido con todo entusiasmo por algunos funcionarios) entonces tomaremos con toda seriedad el derecho indiscutible de todos los gobernados a meter sus narices en todos, todos los recursos públicos y en todas, todas las decisiones públicas que tomen sobre su uso los mandatarios, o sea los mandaderos del pueblo.
Para eso se reclama el respeto íntegro a la Ley de Transparencia, sin menoscabo de la Protección de los Datos Personales.