Ahí viene el lobo
Ahí viene el lobo
Por Augusto Chacón
Publicado originalmente el 9 de abril de 2016 en Amedi Jalisco.
Las ciudades no se hacen creativas por decreto. Pero somos dados a moldear realidades convenientes con golpes legislativos y con discursos inanes; especialmente echamos mano de este realismo salivoso cuando la realidad objetiva se nos viene encima por acumulación de desidia; si se trata de seguridad pública, soltamos las alarmas cuando abrimos la puerta del armario y se nos vienen encima cadáveres, el miedo generalizado y los restos del capital social, luego dejamos otro lapso grande antes de mirar las particularidades de la violencia que nos desborda, por ejemplo, que las mujeres la padecen más; si se trata del medio ambiente, abrimos las ventanas de la sagrada intimidad ciudadana, y gubernamental, y se nos cuelan toneladas de aire contaminado, el clamor de cientos de miles que en Guadalajara fueron a la llave de agua en sus casas y del tubo salió un generoso caudal de vacío; puestos fuera de nuestro espacio privado nos agobia la movilidad estancada de motores siempre encendidos en vehículos estáticos.
Ya no se puede vivir, decimos, y levantamos la tapa del baúl en donde arrumbamos soluciones viejas, ideas recicladas, propuestas de ocasión y planes obligatorios, esa mezcla de inutilidades es la representación viscosa de esta ciudad gigante y desconocida que sigue en lo único que ha sido constante: crecer a lo ancho y a lo alto sin miramientos ambientales, sociales, de movilidad o de gobierno. Guadalajara se expande y la reacción ante los efectos que la expansión trae aparejados, es seccionarla; alzamos las tapias, las de los cotos y las de las casas individuales, los edificios nuevos brotan autocontenidos, inmersos en sí mismos, de afuera sólo los percibimos por su sombra; la Perla es una suma de células amuralladas: para llegar a nosotros, lo otro y los otros deben pasar un puente levadizo; hasta que nos asomamos al paradójico espacio que fatalmente compartimos, ahí nos unen, y al mismo tiempo nos distancian, no viene mal insistir: la inseguridad, la contaminación, la movilidad, la desconfianza y la amenaza de escasez de agua.
Pero en Guadalajara también suceden cosas estupendas que nos ayuntan; muestras cotidianas de solidaridad, gozosas mañanas frescas de primavera con un sol que se hace de la vista gorda con las partículas suspendidas dañinas; un clima tempranero, o nocturno, que parece ignorar al pavimento, a los cristales que apuran al calor desquiciante del medio día; una cultura rica y poliédrica que diariamente se exhibe por todas partes, en el arte -el que sea-, en las empresas, pasando por los oficios, el deporte y la comida, en las escuelas, los mercados, en los puestos callejeros, en muchos barrios que son parte de lo que vamos siendo.
Pero ensimismados en el orgullo y en la identidad que provoca todo lo que de bueno hace la gente aquí, corremos el riesgo de ser indolentes con los males que nos acechan, con los que ya son parte de la rutina. Porque al menor descuido se adicionan miles de automóviles que no estaban en la cuenta; en un parpadeo se hace necesario considerar una hora de traslado extra, una menos de sueño y otras dos para restar a la vida en familia; después del gesto involuntario de cerrar los ojos para carcajearnos (nunca faltan excusas), los abrimos y un puñado de criminales tomó el espacio público por su cuenta y para su beneficio, en perjuicio de la mayoría.
¿Cuál será el detonador que nos impulse a inmiscuirnos en los asuntos preocupantes? ¿Los crímenes? ¿La sed de una buena parte de las y los conciudadanos? ¿El aire malsano que midamos en enfermos, en muertos? ¿La vida, la de cada quien, reducida al mecanicismo casa-transporte-deberes-transporte-casa-televisión? Lo que sucede en el DF es una señal mortificante, nos urge a aprender colectivamente, no sólo de aquella debacle ambiental y social (y lo que falta), sino de los errores que durante ochenta años cometimos aquí. La creatividad no se decreta, se pone a prueba, no hay que calcularla en bites, sino en calidad de vida.